lunes, 26 de septiembre de 2016

Retornos


Caminé sin rumbo, otro día más en aquella ciudad, otro día más que no tenía sentido. Las farolas parpadeando, la gente caminando por la calle con la mirada gacha mirando el teléfono móvil, los coches formando atasco, todo, resultaba una maraña de mentiras, nada era lo que parecía en aquella gran y caótica ciudad.
Caminé hasta llegar a lo que denominaba mi hogar, un estudio minúsculo de paredes blancas y con cuatro muebles que compré cuando creía que me iba a asentar ahí de por vida.
Entré en mi habitación y cogí una maleta, la llené con cuatro prendas de ropa, un par de zapatos y varias piezas de ropa interior. Había decidido irme, bien lejos, donde abandonar mi rol que tenía en esta ciudad, y volver a ser yo, volver a ser libre, volver a vivir.
Salí de mi casa a las seis de la mañana, el sol acababa de salir y la ciudad estaba totalmente en silencio.
Llegué al aeropuerto en metro, pasé por los pases de seguridad con paso firme y llegué al avión con fuerza y con la ilusión de volver a esa isla que había sido mi refugio cuando todo se fue a pique. Volvía a la isla rota, otra vez, perdida.

El avión aterrizó a las 8 de la mañana. La isla aún estaba en silencio cuando la volví a pisar tras tres años de abandono.
La primera vez que llegué a ella fue con una mochila y dos mudas, el resto me lo fue enviando mi familia poco a poco, ya que había decidido establecerme allí durante un tiempo, hasta volver a ser yo.
Llegué a ella desesperada, había perdido mi trabajo como periodista, a mis amigas y no me hablaba con mis padres. Había caído en una depresión tras el despido y había empezado a fumar y a beber en exceso.
Fue en una reunión familiar, tras la muerte de mi abuela, cuando mi hermana mayor me lo propuso: volar a la isla que nos había visto crecer, establecerme en la casa de la familia y ponerme a escribir.
Así lo hice. Ahí acabé mi primera novela que envié a la editorial aún emplazada en la isla, y recuperé mi esencia.
Cuando me vi lista volví a la ciudad, dónde acabé en aquel estudio minúsculo, cerca de la editorial y publiqué tres libros más.
Me vi envuelta de una fama que no supe controlar, me enamoré de alguien al que llamaré ÉL y volví a recaer en las fiestas sin fin y en el alcohol en exceso. Parte por mi culpa, parte por la de ÉL.
El día que vi que mi estudio se me caía encima, que la ciudad volvía a carecer de sentido y que ÉL me demostró que solo estaba a mi lado por hacerse un hueco en el mundo del periodismo, fue el día que me miré al espejo y no me reconocí, me echaba de menos, aquella chica pequeña, pelirroja y de ojos azules, bien vestida y con la mirada perdida, no era yo.
Fue en ese momento cuando decidí volver a hacer el viaje que años atrás me había cambiado la manera de mirar el mundo, que me había cambiado la vida.
Llamé a mi hermana, la avisé para que no se asustara si llamaba y no me encontraba en el estudio. Saqué un billete de avión de ida e hice la maleta. El resto fue lo que me ha conducido a esta casa desde donde estoy escribiendo.
Aquella isla había sido el hogar de mi infancia, todos los veranos desde que tenía memoria habían sucedido ahí y fue donde me enamoré por primera vez de la literatura y la escritura, en la biblioteca de la casa familiar.
Aquel retorno tenía sentido, era lo único que cobraba sentido en mi vida desde que caí en aquella espiral de autodestrucción.
Tras los primeros días de acondicionamiento de la casa y de la isla a mi presencia, empecé a escribir, a leer y a dar largos paseos por la playa. Nada me relajaba más que pisar la arena descalza, y en aquellos momentos era lo que más necesitaba, dejar mi vida anterior y empezar una nueva en la isla, volver a ser yo, volver a vivir.
Me dejé ir, fueron meses de total relajación, de escritura y de creatividad profunda, escribí más de lo que había escrito en los dos años en la ciudad, supongo que por eso estáis leyendo esto, sino hubiera retornado a esta isla, no hubiera sido capaz de acabar lo que un día empecé, esta historia, mi historia.
Y mi historia continuó dos meses más en la isla, donde conseguí tener trato con sus vecinas, que al principio me veían como una amenaza. Conseguí un trabajo en una pequeña tienda de ropa y empecé a plantearme quedarme ahí por siempre, trabajar, escribir y vivir en la isla.
Todo dio un vuelco cuando mi hermana llegó de visita sorpresa un día a la isla. Macarena era tres años mayor que yo y éramos uña y carne, todos decían que yo era la de la iniciativa y ella la que me seguía, pero no nos separabámos ni para dormir. Éramos ella y yo contra el mundo.
Por eso me sorprendió que estuviera en la casa cuando volví de trabajar, no me había llamado ni me había escrito, como normalmente hacía cuando quería volar hacia la isla.
Macarena tenía la tez más blanca que yo, pero en aquel momento parecía un fantasma, como si algo se hubiera llevado su alegría vital, su entusiasmo con el que veía el mundo.
Cuando me vio se echó a llorar y fue cuando me lo contó: mi padre estaba gravemente enfermo, no encontraban el motivo de su rápido deterioro, pero casi no podía levantarse de la cama y cada día estaba más delgado. Los médicos no le daban más de dos meses de vida sino encontraban el motivo de ese achaque tan repentino.
Todo volvió a ser oscuro. Hacia más de cinco años que no me hablaba con mis padres, tras el primer episodio de depresión, y su consiguiente ataque de histeria que pasé en unas navidades delante de toda la familia, mis padres consideraron que no era buena presencia para la familia y no me cogían las llamadas ni siquiera cuando mi hermana les anunció la publicación de mi primera novela, vinieron a su correspondiente presentación.
Me sentía abandonada por mis padres, solo tenía contacto con Macarena y Lucas, mi hermano menor que vivía en Estados Unidos, pero la noticia de mi hermana me hizo sentir culpable de todo lo que le sucedía a mi padre. Empecé a creer que todos los males que le ocurrían fueron por mi culpa, por la tristeza de ver a una hija que para poder estar bien consigo misma había de irse a una isla y alejarse de todas las personas que la quieren.
Macarena se estuvo dos días más conmigo en la isla, y fue cuando decidimos que la dejaría otra vez para viajar hacia la ciudad de mis padres y estarme con ellos hasta que mi padre mejorara, o no.
Hice la maleta, me despedí del trabajo y cogí un vuelo, retorno a la ciudad, esta vez con mi hermana.
La primera vez que vi a mi padre después de cinco años, se me cayó el mundo encima, ya no había rastro de aquel hombre fuerte, alto y pelirrojo que me montaba a caballito por la playa de la isla, ni aquel hombre que me sujetó la mano la primera vez que firmé mi contrato en un periódico de nombre conocido.
Ahora era un hombre delgado, consumido y casi calvo, postrado en una cama y sin fuerzas ni siquiera para hablar.
Mi madre, una mujer menuda, rubia y delgada, me recibió con un abrazo receloso, y entre susurros me felicitó por los tres libros que había publicado y por mi creciente mejora.
Los dos meses siguientes en la ciudad, los pasé en casa de mis padres, ayudaba en lo que podía, consultaba con todos los médicos que le visitaban y que no descubrían la enfermedad que estaba matando a mi padre y seguí escribiendo enclaustrada en mi habitación de la infancia, que compartía una vez más con mi hermana Macarena.
Mi padre se apagaba cada día más, hasta que un día durmiendo dejó de respirar.
Fue un golpe muy duro para todos, para mi hermana porque no había podido hacer nada como doctora para descubrir su mal, para mi hermano que no había podido dejar su trabajo en Nueva York para venirse a estar con él, para mi madre porque se le acababa de morir el amor de su vida, con el que llevaba más de 30 años. Para mí el golpe fue el doble de duro, me sentía culpable de su muerte, creía que todo el daño que le hice durante mi primera caída había sido lo que le había matado, y el haberme separado tanto tiempo de ellos el detonante.
Los meses tras el entierro fueron los más duros de mi vida, intentaba mantenerme fuerte y no recaer en la bebida ni huir despavorida otra vez a la isla, donde ahí sí todo tenía sentido.
Volví a trabajar unos meses en una revista de la ciudad de poco renombre como periodista cultural y vivía con mi hermana, la que me acogió con los brazos abiertos todo el tiempo que me estuve ahí.
Mamá cayó en una profunda tristeza que solo pudo superar cuando se enteró que mi hermano Lucas iba a ser papá y había decidido coger a su mujer, pedir el traslado a nuestra ciudad y estarse cerca de nosotras.
Martina llegó a nuestras vidas justo un año después de la muerte de mi padre, y fue una corriente de aire fresco para toda la familia. Era una niña risueña, de ojos verdes y pelirroja que se parecía mucho a nuestro padre.
Mi vida volvió a su cauce mientras trabajaba en la revista y publiqué mi cuarta novela, pero tras el nacimiento de mi sobrina, encontré que necesitaba más que aquella vida.
Volví a la isla, esta vez una semana, desde ahí contacté con una agencia de maternidad subrogada, que conocía tras un reportaje sobre el caso, y tenía emplazamiento en Chicago.
No podía ser madre de manera natural, tras un accidente que tuve un mes antes de mi primera caída, y fue uno de los motivos de mi depresión. Así que decidí volar a Chicago y poder hacer mi sueño realidad a través de la maternidad subrogada.
Mía nació un año después de mi primer viaje a Chicago y fue mi luz. Por ella decidí quedarme en la ciudad y retornar cada verano a aquella isla para que viviera su infancia allí, como lo hice yo.
Mi vida volvió a tener sentido tras el nacimiento de mi hija. Todos los viajes que había realizado para encontrarme habían logrado su objetivo. Esta vez sí que era yo, esta vez el retorno era por felicidad, por ella, por mi vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario